domingo, 22 de febrero de 2009

Prólogo a La cicatriz del silencio

Preliminar

Raro, secreto, lector:

Ud., que está habituado a participar en los viajes de la palabra, que sabe ya qué significa romper amarras con lo inmediato y girar las velas, lentamente, echando a andar mar adentro del poema, puede ahora recomenzar el camino y navegar las aguas profundas de La cicatriz del silencio.

El viaje, como el de Aquiles, el de Ulises, el de Don Quijote y Sancho o el de Mr. Bloom, es de reconocimiento de lo otro y de comprensión de sí mismo en eso otro que nos rodea y, tan pronto la proa apunta a los rizos de una superficie ondulada por todos los vientos, como hunde su quilla, segura, en las semipenumbras de lo más hondo, hacia aquel lugar donde todo descansa cristalino y oscuro.

La viva voz de Ungaretti levanta en las arenas de la orilla su blanco pañuelo de despedida y, poeta y lector, parten dejando detrás la dorada aspereza de su invitación a una empresa que exige la entrega, sin restricciones, a todo riesgo. Entonces, comienza una travesía en cuatro momentos: la experiencia de la nada en Oquedad; la inmersión en el sí mismo de Círculo; la emergencia hacia las onduladas superficies de lo otro en Panorámicas y el recto rumbo hacia la Frontera final.

Desde Mallarmé, muchos poetas han sentido la extensa condición del silencio como una planicie que aparece como negación y como nada, pero que oculta, reverente, la inmensidad clara de la palabra que nombra lo inefable, aquello que no se puede nombrar. El poema ha sido a veces llaga, a veces flor de silencio. Esta vez el silencio deja en la piel poética su marca, su cicatriz. Esta cicatriz se reconoce de día y se palpa de noche, es signo de una necesidad que cruza lo cotidiano y hunde la punta aguda de su dolor en el penoso reconocimiento del oficio de escribir. Sólo él es timón y timonel.

La cicatriz del silencio le propone, lector, una experiencia ungarettiana de altura, profundidad y ascetismo de la forma. Acompañe al sujeto poético, que inicia en este primer libro una forma de viaje que, entre las más antiguas y nobles, y gracias al remo purísimo de la palabra poética, anda no sólo la líquida llanura de la realidad inmediata, sino las sombras íntimas y silenciosas que su movimiento incesante oculta.
Quien le escribe, avezada navegante de viajes poéticos, no se engaña al prometerle a la poeta otros muchos viajes como este primero, por los varios mares de la vida; ni a Ud., estimado lector, la lectura de un buen poemario.


Cristina Salatino
Mendoza, diciembre de 2003

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